Hace unos días que tengo trabajo nuevo, soy librero. Durante varias horas me la paso envolviendo ejemplares de Ari Paluch y acomodando en los estantes libros de Nabokov y Manuel Puig que nadie lleva.
Soy de sentirme extraño en demasiados lugares y situaciones casi por naturaleza, pero el hecho de ser el único integrante nuevo de un grupo laboral acrecienta bastante los sentimientos de incomodidad que suelen acompañarme hasta cuando paso por el videoclub.
Así estaba el otro día, calladito, envolviendo un combustible espiritual y preocupándome por la ausencia de felinos en las estaciones de trenes, cuando se me cruza un gato de pocos meses blanco y gris. Todos empezamos a suspirar como tontos "Quélindo, quéhermoso, meloquierollevar", cuando saqué el celular para sacarle una foto corrió a refugiarse al lado de las historietas de Gaturro como si estuviera buscando un aliado.
Una compañera buscó una caja que decía Sudamericana, la vació de novedades literarias, le hizo unos agujeros lo suficientemente grandes como para que respire y lo suficientemente chicos como para que se escape y se lo llevó a su casa.
Al otro día supe que le puso Caetano y que se pasó toda la noche trepando por los muebles. Yo me sentí mucho más relajado, porque un lugar visitado por felinos es definitivamente confiable.
(P.D: ¿Es necesario que la gente compre un libro de Ari Paluch cada quince minutos?)